En realidad, desde hacìa tiempo, Arturo tenìa deseos de conocer a la hija de Leodogràn de Carmèlida, cuyas tierras no estaban lejos de allì. Sir Hèctor le habìa hablado de su perfecciòn fìsica y de su fuerte caràcter, digno de una reina, y le habìa asegurado que era la mejor esposa que podìa hallar en Gran Bretaña. Merlìn tambièn querìa ver casado al rey, sin embargo, nunca se mostrò interesado en esta sugerencia. Su indiferencia acrecentò, sin duda, la curiosidad de Arturo por conocer a Ginebra.
Entonces dejò las tierras de Monts y fue recibido con grandes pompas en el castillo del noble Leodogràn, quien no tardò en presentarle a su hija.
Arturo intentò disimular el impacto que le habìa producido la princesa. Hacìa mucho tiempo que no temìa a nada, pero ante esa mujer, volviò a sentirse vulnerable. Instintivamente, rozò la vaina de Excalibur. ¿De què le servirìan la espada y la protecciòn de las hadas en este lance?
Se habìa enamorado y, a pesar de todo su poder, tenìa miedo.
A su vez, Ginebra se sorprendiò por la juventud de Arturo. ¿Èste era el hombre providencial del que todos hablaban?
- Princesa, me maldigo por haber tardado tanto en conocerla- le dijo Arturo con una breve reverencia.
- Es usted muy joven para llegar tarde a alguna parte- contestò ella con una sonrisa.
Animado por tales palabras y con un aplomo para èl inesperado Arturo comenzò a narrarle historias de los bosques. No hablò de ciraturas tenebrosas, ni de emboscadas enemigas, tampoco de sus hazañas con la espada màgica. Hablò, con un tono cortès y desacostumbradamente tierno, de los àrboles que mudan su color cuando llega el otoño y de còmo las hojas abandonan el verde para ser amarillas, luego rojas para caer al fin en la tierra y fertilizarla. Y de còmo el bosque se renueva cuando la ùltima nieve del invierno se derrite, descubriendo las primeras flores en la hierba. Jamàs habìa escrito un poema, pero esa noche hubiera podido escribir sobre las cosas que nacen y mueren y vuelven a nacer transformadas en otras...
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